lunes, 17 de abril de 2017

Desmontando el amor platónico

Una vez más hablamos de un concepto de la Antigüedad que, a su paso por la historia, ha sido reinterpretado hasta llegar a la era moderna y terminar significando algo completamente distinto a lo que era en sus inicios.
Este concepto es el resultado de una de las reflexiones filosóficas de Platón en su Banquete o Simposio, una obra dialógica del siglo  IV a.C. Principalmente la discusión es movida por el tema amoroso y el amor como concepto en sus distintas vertientes. Los expertos fueron quienes sacaron a la luz este concepto subyacente y le dieron su nombre.
Pero primero, ¿cuál es el concepto actual del amor platónico? Cuando hacemos uso de este lo concebimos como un amor lejano, basado en la fantasía y la idealización de la persona a la que nos referimos. En definitiva, el ser perfecto para nosotros, que nos es inalcanzable y no correspondido. Por tanto, además de ser un sentimiento personal es también una referencia personal directa.
Este concepto moderno se aleja terriblemente de la verdadera perspectiva platónica que nos ofrece el Banquete. Entonces, ¿qué pasó con la interpretación de la obra?
“Amor platónico” fue utilizado como tal por primera vez por el filósofo neoplatónico Marsilio Ficino alrededor del siglo XV. Según este autor el concepto se basa en el amor intelectual y centrado en la belleza del carácter de cada persona, desligando así el concepto del amor físico y del sexual. Podemos afirmar que se trata de una interpretación libre e incluso doctrinaria, puesto que en este siglo y siguientes el amor homosexual y el amor carnal en general eran condenados.
Esto no representa lo que dice Platón en su obra. En ningún momento separa el amor intelectual del carnal, es más, no puede haber uno sin el otro. El amor tanto físico como psicológico es libre y sin ataduras, sin juicios.
¿Cuál era la visión de Platón sobre el amor? En términos amplios para él el amor era la virtud, la perfección según uno mismo. Cabe decir que era partidario de un equilibrio, es decir, evitar tanto la promiscuidad sexual como la abstinencia.
Este artículo ha sido realizado por Ana Belén García (@anabgarcia20 en Twitter)

sábado, 21 de enero de 2017

Las lenguas romances en Europa

Pasada la estabilidad de la pax romana, estabilidad que parecía eterna, las gentes que habitaban los restos de tan glorioso imperio veían su ocaso desde un risco cuyo abismo estaba compuesto de incertidumbre. Mucho había cambiado, la lengua que hablaban era distinta a la hablada por sus análogos Republicanos y más aún a la que usaban sus escritores contemporáneos.

En esta lengua -conjunto de dialectos, más bien- casi todo el caso se había perdido, nuevos vocablos aparecían conforme los bárbaros penetraban el cadáver del imperio como un cuchillo atravesando el cuerpo de un rey moribundo que ha perdido toda gloria, equus se hizo cavallus e ignis, focus. Las palabras habían sido olvidadas junto a las cosas que definían y cada pueblo ganaba, con los años, nuevas caras, caras que le diferenciaban de sus vecinos. Llegó un punto en el que, mientras más lejos viajase uno, menos entendía el habla. 

Nuevas influencias empujaban al latín hacia otros lugares. En Hispania, por ejemplo, Al-Ándalus dio gran cantidad de palabras de origen semítico, en la vieja Galia no bastó con que los germanos cambiasen el habla, ahí la escritura también fue sujeta a modificación, habían nacido las minúsculas carolingias, las que hoy utilizamos.

Si bien las capas más altas denigraban estas nuevas formas de expresión, ni ellos mismos, con su lengua escrita de carácter artificial y muy rígida, obedecían todos los cánones del latín clásico y el idioma que se refugió en la iglesia no sabía tanto al de la añorada Res Publica. Tampoco tuvieron en cuenta que eventualmente toda esa “expresión vulgar” crecería en cambios y se volvería francés, catalán, castellano, portugués e italiano, todos dignos herederos de la lengua de lacio, tanto así que hoy día, como los escolares que injuriaban al latín “vulgar”, hay quienes se quejan de las expresión que esgrimen los pueblos que utilizan estas lenguas herederas sin tener en cuenta las maravillas que puede traer esa “mal habla”, esa “expresión vulgar”.

Este artículo ha sido realizado por Holbein Román (@Prosodium en Twitter)

lunes, 2 de enero de 2017

Horacio, el poeta inmortal

Siempre, cuando analizamos una obra poética, debemos buscar el trasunto de los versos, del significado del poema entero. ¿Cuántas veces nos habremos encontrado con el beatus ille? ¿O con el locus amoenus?  Todos esos tópicos se los debemos a Horacio, y a sus poemas; pero, ¿quién era Horacio?

Críticos del mundo entero lo definen como ‘el poeta inmortal’, o incluso como ‘el creador del simbolismo’, pero Horacio fue más que eso. Personaje influyente en su tiempo, Horacio escribió los Épodos y las Odas, enmarcadas en el ámbito de la poesía lírica romana del grupo de los Neotéricos, los verdaderos encargados de difundir la lírica en el imperio.
Volviendo a Horacio, pensemos, ¿por qué tanta influencia? Él sentó las bases de una novedad en el género y en su época, evocando lugares o tópicos que se repiten en varias composiciones. Así pues, en su poética encontramos siempre los temas, por ejemplo, de la evasión a un lugar idílico o la lamentación de sus desgracias.
El propio Horacio rezaba en sus Épodos: ‘Beatus ille qui procul negotiis,ut prisca gens mortalium paterna rura bobus exercet suis, solutus omni faenore…’, es decir, ‘dichoso aquel (…) que dedica su tiempo a trabajar los campos paternos con sus propios bueyes, libre de toda deuda’, lo que podríamos interpretar como el deseo de huida de las obligaciones y un sentimiento de deseo a la paz, a evocar ese locus amoenus y a lamentar al dichoso aquel (beatus ille) que puede permitirse ese lujo.
¿No os suenan los temas? Cuando un escritor desea escribir una buena obra, debe siempre apoyarse en sus anteriores, en los verdaderos grandes y clásicos de la literatura. Jorge Manrique y sus Coplas a la muerte de mi padre, Garcilaso y sus Sonetos, A la vida retirada, de Fray Luis de León… los temas se repiten; Horacio sigue vivo, su obra se multiplica, su influencia aumenta y aumenta, que se prolongará  tanto en el Neoclasicismo como en el Romanticismo, es todo un ciclo.
Puede que haya muerto hace 2000 años, pero el carpe diem se sigue siendo repetido, y todos hemos pensado en ese locus amoenus que tan bien retrataban los escritores renacentistas, entre ellos Cervantes. No está muerto, está vivo en nuestro mundo, en nuestra cultura; ha pasado a formar parte de nuestra historia.
A todo esto, y en respuesta a aquellos que repiten los tan oídos tópicos de ‘el latín ha muerto’, ‘para qué estudiar una lengua muerta’, a todos esos que piensen que es una pérdida de tiempo, es necesario recordarles que somos la herencia de esos escritores que crearon el mundo antiguo, que nos definieron.
Decía Horacio ‘Non omnis moriar’ y ‘Exegi monumentum aere perennius’. Y así es, nunca morirá del todo y siempre será recordado por todos, levantando, no solo un monumento más duradero que el bronce, sino ha levantado algo aún más duradero: la literatura universal.
Este artículo ha sido realizado por Santiago Martínez (@SantiMartnezVen)